LECTURA RECOMENDADA
MIENTRAS NO TENGAMOS
ROSTRO
Esta es la historia de Orual, una mujer fea e hija del rey de Gloma; y de Psique, su hermanastra pequeña, niña de belleza deslumbrante, víctima de un extraño encantamiento que transformará su vida.
Se trata de la reinterpretación de una vieja
historia de la mitología griega, presente en la mente del autor durante la
mayor parte de su vida, hasta que adquirió lo que sería su forma exacta: una
narración alegórica sobre el destino de los hombres, la búsqueda del rostro
auténtico del ser humano.
Cupido y Psique (Museo del Louvre, París)
NOTA DEL AUTOR
La historia de Cupido y Psique aparece por vez primera
en una de las escasas novelas latinas que conservamos, las Metamorfosis (a veces llamada El asno de
oro) de Lucio Apuleyo Platónico,
que nació hacia el 125 A. D. Su contenido, en lo que nos atañe,
es el siguiente:
Un rey y una reina tenían tres hijas, la menor de las cuales era tan
hermosa que los hombres la adoraban como si fuese una diosa y descuidaron por
su causa el culto a Venus. Tanto era así que Psique (así se llamaba la hija
menor) no tenía pretendientes; los hombres veneraban demasiado su supuesta
divinidad para aspirar a su mano. El padre, al consultar al oráculo de Apolo
respecto a su matrimonio, recibió esta respuesta: «No esperes un yerno humano.
Abandona a Psique en una montaña y deja que sea pasto de un dragón». Y él,
obedientemente, la abandonó.
Venus, sin embargo, celosa de la belleza de Psique, había concebido ya su
propio castigo: había ordenado a su hijo Cupido que inflamase a la muchacha con
una pasión irreprimible por los hombres de más vil condición. Cupido se disponía
a cumplir el mandato, pero al ver a Psique él mismo se enamoró. Apenas la
abandonaron en la montaña, hizo que el Viento de Poniente (el Céfiro) se la
llevase a un lugar secreto donde él había dispuesto un magnífico palacio. Allí
la visitaba por las noches y gozaba de su amor; le prohibió, no obstante, ver
su rostro. Poco después ella le pidió permiso para que sus dos hermanas fueran
a visitarla. El dios consintió de mala gana, pero las llevó volando al palacio.
Agasajadas como reinas, las hermanas expresaron gran satisfacción a la vista de
todo aquel esplendor. Pero por dentro la envidia las reconcomía porque sus
maridos no eran dioses, ni sus casas tan hermosas como la de su hermana.
Así pues, se confabularon para destruir su dicha. Al volver a visitarla le
hicieron creer que su misterioso marido debía ser en realidad una monstruosa
serpiente. «Esta noche —le dijeron— ve a tu alcoba con una lámpara tapada con
un velo y un cuchillo afilado. Cuando él se haya dormido, descubre la lámpara
(verás el horror que yace en tu lecho) y mátalo de una puñalada». Psique, crédula,
prometió hacerlo.
Cuando destapó la lámpara y vio al dios durmiente, lo miró rebosante de
amor, hasta que de la lámpara cayó una gota de aceite caliente sobre su hombro
y lo despertó. Cupido, en pie de un salto, desplegó sus brillantes alas, y, recriminándola,
ante su vista se evaporó.
Las dos hermanas no pudieron disfrutar a sus anchas de la mala acción, pues
Cupido tomó medidas para causarles la muerte. Entretanto Psique erraba sin
rumbo, maldita y desolada, deseando ahogarse en el primer río que le saliera a
su camino; pero el dios Pan malogró su intento y la conminó a no repetirlo
nunca más. Tras muchas calamidades cayó en manos de su más encarnizada enemiga,
Venus, que la tomó como esclava, atormentándola e imponiéndole obligaciones que
nadie habría sido capaz de sobrellevar. La primera de ellas, que consistía en
seleccionar semillas colocándolas en montones separados, pudo cumplirla gracias
a la ayuda de unas solícitas hormigas. Seguidamente, tuvo que hacerse con un
mechón del vellocino de oro de ciertos corderos asesinos de hombres; a la
orilla de un río, un junco le susurró al oído que podía hacerlo recogiendo la
lana que quedaba enredada entre los arbustos.
Después, tuvo que llenar una copa con agua de la Estigia, adonde sólo podía
llegarse trepando a la cumbre de unas montañas intransitables; pero un águila
salió a su encuentro, tomó la copa de sus manos y se la devolvió llena de
aquella agua. Por último, enviada al mundo inferior, hubo de ir a buscar para
Venus, y encerrar en una caja, la belleza de Perséfone, la Reina de los
Muertos. Una voz misteriosa le indicó la manera de llegar hasta Perséfone sin
perder por ello la ocasión de regresar a nuestro mundo: durante el trayecto,
varias personas, aparentemente dignas de su compasión, le suplicarían ayuda,
pero ella no tenía que hacerles caso. Y cuando Perséfone le entregase la caja
(que contenía su belleza), en ningún caso debía abrirla para mirar en su
interior. Psique obedeció en todo y regresó con la caja al mundo superior, pero
en ese momento la curiosidad la pudo y acabó mirando lo que había dentro. Al
instante se desmayó.
Cupido volvió entonces junto a ella, pero esta vez fue para perdonarla.
Intercedió ante Júpiter, quien autorizó sus bodas y consintió en convertir a
Psique en una diosa.
Venus se avino a ello, y todos vivieron felices para siempre jamás.
Mi modificación principal en esta versión ha consistido en hacer que el
palacio de Psique sea invisible a los ojos normales, mortales… si «hacer» no es
una palabra equívoca para algo que se me impuso por sí mismo, desde la primera
vez que leí la historia, como lo que realmente tuvo que ser. Este cambio de
rumbo comporta un motivo más ambiguo y un carácter distinto para mi heroína y,
finalmente, altera por completo la naturaleza del relato. Me sentí libre para
seguir a Apuleyo, a quien veo como su transmisor, no como su creador. Nada más
lejos de mi ánimo que recuperar la peculiar naturaleza de las Metamorfosis: esa extraña mezcla de novela
picaresca, cómic de terror, tratado mistagógico, pornografía y ejercicio de
estilo. Apuleyo fue, por descontado, un hombre de genio: pero en lo que se
refiere a mi trabajo es una «fuente», no una «influencia» o un «modelo».
Su versión ha sido seguida muy de cerca por William Morris (en The Earthly Paradise) y por Robert
Bridges (Eros and Psyche). Ninguno de los poemas revela, en mi opinión, lo mejor de sus autores. La
versión completa de las Metamorfosis fue traducida por última vez por Mr.
Robert Graves (Penguin Books, 1950).
C. S. Lewis
(1898-1963)
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